Daniel pasaba a diario por la autopista Francisco Fajardo. Todos los días, desde el carro, la miraba a ella, imponente, hermosa, grande, con sus curvas bien puestas, caderas pronunciadas, pechos firmes, los brazos en alto como buscando el cielo.
Estaba enamorado de ella desde hacia años, desde que había escuchado por primera vez la canción que Rubén Blades le compuso a esta diosa: Maria Lionza.
Se había enamorado de una estatua. Creo que no se había dado cuenta de este pequeño detalle. Esta mujer le parecía la más hermosa de la ciudad. La ideal. La perfecta. Y por eso, aunque no tuviera que pasar cerca, igual lo hacía. Necesitaba al menos mirarla.
Secretamente soñaba con llegar una tarde y encontrarla de carne y hueso, poder montarla en su auto y llevarla a cenar y a tomar algo en la ciudad. No le contó a nadie sobre sus expectativas. Lo único que hizo fue pasar una y otra vez por la autopista, "Quizás un día ella deje de ser estatua, se convierte en mujer y desee estar conmigo" se decía de manera optimista.
Daniel no se dio cuenta de dos cosas. Una, que esa "mujer" de la que se había enamorado era de piedra, no de carne y hueso. Y que por más amor que el pudiera darle, ella no podía recibirlo y mucho menos retribuírselo. La segunda cosa que no miro Daniel mientras visitaba a Maria Lionza a diario, es que en otros autos, en la calle, en la vía, en las aceras, había otras mujeres posibles
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